Cocinados

 

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Esa versión decodificada que es el adulto con respecto al niño, una vez introducida la contraseña que representa toda una  vida y que deja como vestigio la experiencia, que como agua al sol se evapora pero sigue presente en otro estado, la misma que hacía que unos espaguetis en el restaurante de su amigo calabrés costasen veinte euros más que en una franquicia, la diferencia de poder denominar como casera una receta en las antípodas de lo industrial, el resultado de treinta años transcurridos desde que abandonó su casa huyendo de la Ndrangheta, después de trabajar en barrios de ambiente gay de Ibiza y más allá; sus amigos tenían derecho a conocer esa versión envejecida de él que ahora les ofrecía a través de sus escritos.

Quizá no exista mayor placer que el que proporciona la lectura; a lo largo de sus páginas acompañados de la guía del autor nos enamoramos de su personalidad e indefectiblemente ralentízanos el ritmo de velocidad de la lectura a medida que según vamos avanzando intuimos la presencia del final; sentimos la pena de que el texto se nos va de las manos y la experiencia que al recorrer con los ojos se nos representa por medio de la interpretación de los signos que componen el lenguaje, comprendemos que ya se convertirá en recuerdo, como todos los demás. Tiene la lectura otro carácter, como es el de hacer de potenciador de las experiencias, como las especias en la cocina, así cuando estamos viviendo algo en concreto, a veces un recuerdo viene de repente al presente y asentimos reinterpretándonos y reconociendo lo que un autor nos explicó por medio de su escritura tiempo atrás; sin rubor somos Virgilio a través de Eneas, dos mil años nos separan y sin embargo este fluye a través del río de nuestras neuronas para desembocar en lo que quiera que sea nuestra alma. Cuando cerramos por última vez la tapa de un libro que nos ha marcado no podemos evitar cierta sensación de orfandad; ese padre nos enseñó y la educación que nos fue entregada es la mejor herencia que pueda dejar tras su partida.

En ocasiones atribuimos el sentimiento de libertad a la juventud, posiblemente asociado a una ausencia de responsabilidad concreta o sujeta a un fin particular, pero el caso es que no es cierto, pues en realidad nuestra voluntad está subordinada a la de nuestros padres o tutores y creemos que, en la medida en que a ellos les parezca aceptable nuestro comportamiento, cosa que en cierto modo no está exenta de ser cierta, cumplimos con el estándar requerido a los efectos de cumplir con nuestro lugar en el mundo y por ende, en el universo De existir alguna voluntad de libertad en nuestras vidas, de hecho, es más probable que sea una vez llegada la edad adulta; es a través de la lucha diaria que avanzamos como en trincheras ganando parcelas de libre albedrío e, indudablemente, su mayor signo se expresa a través de la aceptación pacífica de los otros, en especial de los muy diferentes y, en particular, de uno mismo.

Una vez termina la etapa de estudiante, la precariedad con la que afrontamos la inserción en el mundo laboral, nuestra codificación como una de las letras que forman la infinita cadena del ADN dentro del taylorismo, hace que seamos náufragos manejados por las inercias de las corrientes que la coyuntura tenga por moda; los sucesos se precipitan a velocidades que lamentablemente no permiten el suficiente sosiego en la revisión, por lo que es común la sucesión encadenada de errores que marcarán nuestras vidas en adelante; nuestro carácter es más fruto del fracaso que del acierto. 

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