En la época de la pandemia Covid, nos veíamos las caras a medias, unos a otros, tapados los rostros con el cubrebocas. Las personas que conocíamos por vez primera en esos tiempos, eran un poco imaginarias con respecto a las conocidas en el pasado, dado que sus caras estaban vedadas al sentido que tanto usamos, el de la vista, y nuestro cerebro en una suerte de automatismo se encargaba de realizar un diseño intelectual de las partes ocultas de la tez; parte de los pómulos, mofletes, nariz, la boca, con su multitud de gestos que desnudan los secretos del alma, eran completados por la invención personal de cada uno que, por lo general, ideaba una imagen más favorecedora que la real; el pincel de la imaginación dibuja trazos que tienden a la simetría, como si llevásemos una predisposición a suponer el lado bello de los demás. Ahora, años después, a mi me pasa un poco como al observador del que hablo; con la edad he perdido vista y mis ojos en colaboración con mi cerebro -¡claro!- distorsio