Casi clásico.
En un eterno instante la vida pasó. A su edad ya no estaba dispuesto a intercambiar belleza por inteligencia. El lenguaje y las palabras son un laberinto de espejos. Las palabras, como representantes de conjuntos organizados en oraciones separadas por signos ortográficos, crean conceptos que en su tránsito intergeneracional evolucionan entregando una herencia con la que configurar unos conceptos con fronteras difusas como las que separan la divergencia entre territorios por medio de las mareas, los mitos.
Es a través del silencio como mostramos la verdadera naturaleza de la cosas, siendo y no pareciendo. La palabra siempre recoge la esencia del pasado, el estanque donde se refleja, pero no es el agua en sí que mansa yacía en él, sino que le añade el sabor, color y textura del filtro cultural. Al ser pronunciada, cada palabra recorre el trayecto que la lleva al consenso que se le atribuye, su significado, para desde él constituir el atisbo de una verdad, la de algo que pertenece al pasado y que por ello dispone de la capacidad de confrontar las opiniones dividiendo las que se aceptan y las que no, como apariencia de una realidad actual de la que su permanencia es cuestionada. La paradoja del lenguaje consiste en que encasilla la experiencia del ser en un código preestablecido pese a lo cual, la humanidad ha podido evolucionar en su conocimiento, siempre cultural, edificado sobre el cimiento de unas creencias que siempre están expuestas al advenimiento de un cataclismo que las arrase y nos devuelva a la primigenia de saber que no se sabe nada. Es de sabios jugar a comprender; el conocimiento avanza a velocidad geológica, lo que creemos saber se asienta sobre las arenas movedizas de la verdad; uno necesita hundirse del todo en ellas para tocar el suelo con los pies; solo a partir de de ahí podemos pretender que el comienzo de la subida nos eleve.
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