Eucariótico

En la época de la pandemia Covid, nos veíamos las caras a medias, unos a otros, tapados los rostros con el cubrebocas. Las personas que conocíamos por vez primera en esos tiempos, eran un poco imaginarias con respecto a las conocidas en el pasado, dado que sus caras estaban vedadas al sentido que tanto usamos, el de la vista, y nuestro cerebro en una suerte de automatismo se encargaba de realizar un diseño intelectual de las partes ocultas de la tez; parte de los pómulos, mofletes, nariz, la boca, con su multitud de gestos que desnudan los secretos del alma, eran completados por la invención personal de cada uno que, por lo general, ideaba una imagen más favorecedora que la real; el pincel de la imaginación dibuja trazos que tienden a la simetría, como si llevásemos una predisposición a suponer el lado bello de los demás. Ahora, años después, a mi me pasa un poco como al observador del que hablo; con la edad he perdido vista y mis ojos en colaboración con mi cerebro -¡claro!- distorsionan los defectos y me entregan una imagen más bella de la vida y sus habitantes. Allí estaba ella, conservaba su elegancia y su porte; siempre había tenido muy buen gusto, excepto para los hombres. La miopía. Era de la idea de tener cerca a sus amigos y más aún a los enemigos, como si necesitase del tacto para distinguir unos de otros, los primeros tendían a terminar en el grupo de los segundos para, con la cercanía, volver al conjunto inicial, había una especie de justicia punitiva en ello. Él era su peor enemigo. Dedicaba una parte considerable de cada jornada a enfrentarse a sus reflexiones, a sus miedos, a la idea de la inexorable muerte. Era la manera en que podía experimentar algo parecido a la calma. Pelear su obsesión. Desgastar esa piedra que era su vida, pulir la escultura, la obra cotidiana de domar sus obsesiones. En cada renuncia se empoderaba. Era sensible a la belleza crepuscular. Las flores hermosas se van cerrando a medida que avanza el anochecer. Ayer una persona me comentaba que no le importaría ser inmortal; yo no me creo tan interesante como para compartir una eternidad, no merece la pena. Paradojas de la vida: no sabía que el momento más importante de la mía fuese el día que nos dimos la mano. El ADN está condenado a la eternidad vagando de cuerpo en cuerpo, vivo pero sin percibirlo, mientras que nosotros, de perenne sensibilidad, lamentamos nuestra obsolescencia programada llenos de fugaces alegrías e ilusiones en imprecisas biografías, impredecibles en las distancias cortas pero sin secretos en el largo plazo, que emocionan a los que llenos de añoranza nos echan de menos en el futuro que ya no es nuestro.

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