Filomeno
El canallita burgués es un rebelde de saldo.
Un salvaje con factura.
Un libertino con jornada partida.
Se tatúa calaveras porque la muerte le queda lejos,
y se compra camisetas negras en rebajas para sentirse oscuro
sin oscurecerse de verdad.
Habla de intensidad, pero se acuesta a las doce.
Dice que vive al límite, pero el límite es la batería del móvil.
Su locura es beber dos gin-tonics y pedir un Uber.
Presume de ser caótico, pero no soporta que su café llegue frío.
Se dice peligroso, pero no rompe ni un horario.
Se llama canalla, pero pide factura con CIF.
Quiere guerra, pero sin bajas.
Quiere pasión, pero sin consecuencias.
Quiere vértigo, pero con barandilla.
Quiere libertad, pero con abonado anual.
Quiere follar como un dios, pero amar como un cliente satisfecho.
Es un trueno de fin de semana
y un suspiro de lunes.
Un degenerado reversible.
Un vikingo de terraza.
Una fiera en modo avión.
Ruge en Instagram;
calla en la oficina.
Aúlla en el bar;
baja la basura en silencio.
Se compra botas militares para ir a por croissants.
Lee a Nietzsche en Twitter.
Ve documentales sobre drogas mientras cena quinoa.
Hace meditación para tolerarse a sí mismo.
Es el centro del universo… cuando nadie lo contradice.
Tiene una furia de escaparate,
una rebeldía que cabe en un cupón,
una melancolía que se cura con un brunch.
No quiere vida salvaje:
quiere la foto de la vida salvaje.
No quiere sangre: quiere estética.
No quiere riesgo: quiere estilo.
El canallita burgués es, en resumen:
un bárbaro con miedo a mancharse,
un valiente con sueño,
un lobo vegano,
un pirata con alarma de seguridad.
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