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Es faquir al convivir, recorriendo el laberinto de su personalidad. Anochece cada mañana cuando despierta, siempre es tarde para el asombro.

El presente es el reflejo del pasado, yo el espejo.

El futuro siempre pertenece a la imaginación.

Uno solo es propietario de su ignorancia, la libertad es universal, su precio es la renuncia.

Intuir es haber estado pese no haber ido.

Recordar es mentir a uno mismo, ver el viento en el aire a través de las hojas del árbol que se aferra al suelo por medio de las raíces.

La música enseña lo invisible.

Repetir es cotidiano, a veces todos los corazones de la vida laten a la vez, a veces contenemos la respiración.

La geometría del pensamiento se mide en emociones sentidas.

Algunos solo ven aquello en lo que creen.

Huimos hacia nosotros mismos.

Y a medida que nos vamos acercando tomamos conciencia de que no reconocemos en qué nos hemos convertido.

Enfrascados en la absorbente maquinaria de unos trabajos absurdos, dejamos que la responsabilidad de cuidar de nosotros en la intimidad descanse en el agotamiento físico y mental con el que salimos de la jornada laboral, así albergamos la fantasía de que, en caso de disponer de libre albedrío para elegir a qué dedicar nuestro tiempo, todo sería perfecto.

Quizá esa sea la fuente del malestar, la confrontación de unas expectativas difusas engendradas tras la fortaleza de la extenuación.

 

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Cómo una página muestra mi paso por el mundo, cómo el lector me toma el pulso a través de la letra y siente mi corazón latir independiente del ruido del tiempo presente y pretérito, late a pesar de yacer mi existencia cesada ya en el pasado, late e insufla valor por medio de la comprensión; cómo nos inunda de alivio a los menesterosos de amor, como nos reconforta la literatura en este sinuoso pasaje de la orfandad; lo mejor está por llegar, saborear el regusto dulce de saber lo ingenuo y genuino de nuestro anhelo juvenil; mecer desde la tardía madurez, pero todavía capaz de sentir el placer y sobre todo, y a pesar de ello, de permitir que el amor nos invada y rendir nuestro orgullo ante su majestad la vida completa, como es aquella que recorrió los caminos y ya regresa al hogar.

Resulta extenuante prestar plena concentración ante un libro con una redacción que realmente merece la pena ser atendida en serio; los gurús del multitasck apenas chapotean en la ignominia que es estar en posesión de un intelecto humano para su utilización en afrentas pseudodigitales, al alcance del chimpancé; el respeto lo es todo y la atención plena es el utensilio del aprendizaje y este, a su vez, el camino silencioso hacia la sabiduría.

Volviendo de cenar en mi ciudad de provincias, veo en la acera de enfrente el neón que parpadeando tartamudeaba “Saúl”, denominación para un restaurante de cocina sirio-libanesa, que se veía abierto dadá (sic) la iluminación y las figuras humanoides que ejecutaban movimientos en su interior. Puestos a quemar calorías, le dije a Leila que cruzásemos a verlo de cerca, a lo que de inmediato contestó con la esperada diatriba de reproches por el desvío de los aproximados cinco metros que la excursión supondría, en discurso cuyo guionista bien podría ser la mascota de Tarzán de los monos. Ya frente al escaparate y después de pasar el móvil sobre la pegatina del código Qr que atesoraba el menú, en gesto equiparable al de un caballero Yedi en solemne transmisión de midiclorianos a un joven padawan, un inquietante aviso de “Arepas y tés sirios, libaneses o palestinos” anunciaba lo que aventuraba ser el comité de seguridad de las Naciones Unidas del tercer mundo esparramadas bajo el folclore de títulos de imposible maridaje étnico sin caer en la intifada en un bar mitzvah celebrado en un suburbio de la periferia de Caracas, más concretamente en medio de una balacera: el roce hace el cariño. El retrato sociológico mostraba un sitio que en sí tenía el aspecto de una sidrería regentada por zíngaras de frondosas melenas domadas en rapunzélicas trenzas, pero seguramente no tan mansas como para que alguno de sus rizosos apéndices capilares abandonase furtivo sus cueros cabelludos para orillar desterrado en la sopa de alguna de las comensales, en femenino porque se daba la circunstancia de que todas eran mujeres, agrupadas en conjuntos de diversas unidades componentes, por lo general formando jaurías de números primos; habrían reservado, intuyo, remedando en un improbable Manhattan a la Rianxeira (probable denominación de un cóctel presidido por algas sobre fumet a base de queimada y agar-agar), alguna escena de una película de Woody Allen, pues todas habían superado con amplitud la cincuentena o, en caso contrario tampoco descartable en absoluto, la edad había tratado con ingratitud su ajada epidermis y, en general, el resto de su desfigurada imagen, pasto de relatos que ocupan las estanterías de la Fnac dedicadas a la autoayuda -poco ejercida o al menos, con insuficiente aplicación y ausentes resultados- en la que arrugas y volúmenes abotijados predominaban al alimón frente a la mesura y la discreción, en su particular interpretación del vade retro al buen gusto. Supongo que está feria de solteronas cuyo mayor logro conocido, y aspirable en definitiva, era la acumulación de trienios en la administración pública, arrastradas al lugar como restos de una auténtica pleamar, soñaban con encontrar al príncipe que las rescatase de sus prosaicas vidas, mientras tanto apuraban con un palillo, al modo en que Conan Doyle podría abordar con su pluma la intriga de una trama en los laberintos de un misterio escondido, los recodos más inexplorados de sus maltrechas y desalineadas dentaduras -en todo caso nos encontrábamos ante el linaje de las que sus restos bucales las lanzarían a la posteridad como alienadas generación del homo antecessor del bracket-, en búsqueda de ese resto del cordero o quizá, esa huella de ADN que suele albergar la prueba olvidada en la escena del crimen que los investigadores del CSI siempre acertaban a encontrar: un pelo. El caso es que todas ellas, como popularmente se dice ahora en el más puro argot de los recursos humanos -culture & people, según las últimas corrientes semiológicas, también podría ser la denominación bajo el que se amparase la banda perpetradora de un one hit wander de los años ochenta del siglo XX-, abandonaron su zona de confort al salir a cenar, junto a las zapatillas de felpa y la braguifaja, y de paso, me sacaron a mí de la mía, que se encaminaba ya al reposo tranquilo que debe seguir a toda cena de un viernes por la noche, en mi sofá con una manta y viendo un programa de televisión diseñado por un pelotón de gays, que en inabarcable sensibilidad, demostraban una vez más su desmelenado talento para el show business.

 

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