Gemelo diferido.

¿A quién pertenece una vida? ¿Cuál es es el estándar que establece las condiciones mínimas sobre las que una vida debe imperativamente ser vivida?

Por lo general, el derecho a una muerte asistida, lo que vine siendo un suicidio legal,  arrebatar a la naturaleza la decisión de qué grado de decrepitud de nuestro organismo es el suficiente para que nosotros optemos por sustituirla y elegir el nivel de capacidad óptimo y, por ello subjetivo, con el que seguir ejerciendo sus funciones metabólicas y, en definitiva, continuar sujeto al devenir del libre albedrío de la entropía, como decía, ese derecho a la muerte asistida se empieza a atribuir en la legislación a esos héroes de la cotidianidad a los que el infortunio les situó en el tiempo y lugar en que un accidente los tomó como actores principales. 

Cuando los herederos de su legado biográfico les recuerdan, lo hacen por medio de un panegírico en el que justifican que la muerte asistida era la única vía posible para aquellos cuya vida plena de sentido, contenido y cordura, se vio sustituida por la atadura a una cama, silla de ruedas, peregrinar entre hospitales y clínicas de rehabilitación y, en general, a una existencia sujeta al vía crucis de la mera supervivencia farmacológica. 

Salvo para aquellos que permanecen sumergidos en los lodos de la tradición judeocristiana, en las arenas movedizas de la culpa y del pecado capital, la mayoría se congrega en lo que es la comunidad del sentido común de una población en democracia, el consenso; todos coinciden en el veredicto: el derecho a una muerte digna. 

Pero junto a estos mártires, cuyo relato diario se vio privado de un futuro de loas, conviven otros seres más prosaicos y mezquinos. 

Son los olvidados de las musas de la vocación, aquellos abrumados por los acontecimientos y sus alternativas, por el dolor y sus múltiples disfraces. Los engañados por el placer, ese precursor del dolor, especialistas del error cuya única ventaja práctica es su hábito a la pérdida. 

Los de primera infancia felizmente insensata y que desde su final asisten a una angustiosa película de terror cuyo desenlace acecha a cada esquina. 

Para estos pusilánimes seres débiles, en los que la ansiedad escribe el guión de una resignada depresión, no existe la misma conmiseración popular. 

Su mayor culpa es tener miedo a vivir. Sentir la oportunidad que se les brinda como una amenaza paralizante. 

Entender el amor como un arma dañina cuya evolución degenera en desencanto y promesas incumplidas. 

A esos apestados a los que se niega el derecho a una muerte digna la sociedad, sabedores de que gracias a su cobardía nunca serán capaces de perpetrar el ilegal y pecaminoso suicidio, les sentencia a la cadena perpetua sin revisión encarcelados de por vida en ese saco de inseguridades que es su cuerpo. 

A esos seres, quizá también llenos de luz, luz que alumbra la oscuridad en la que avanzan en soledad, a algunos les consuela el propósito de cuidar y proteger, ya de mayores, al niño que fueron y que, asustado, todavía vive dentro de ellos y se acurruca abrazando a su hermano mayor, cuando en la mañana al despertar, como siempre con ese nudo en el estómago, le dice, yo voy a cuidar de ti, hoy también.

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