Divino tesoro.

El cofre de un divino tesoro, envejecer. Cuando uno considera que ha tenido suficiente ración de crueldad experimentada en las aventuras que en el pasado pretendió perseguir, rencuentra la felicidad perdida en la infancia, volviendo a recluir su vida en la sencillez de las rutinas que se encierran dentro de sí; en eso consiste ser niño, el juego de la sorpresa continua basado en la seguridad en uno mismo, creyendo que el peligro no puede asaltar el refugio en que descansa la propia imaginación. Ante el mismo escenario atroz, un espectador observa como el adulto y el niño se comportan de manera radicalmente diferente; el rostro del mayor muestra el doble sufrimiento por su penalidad actual y por la incertidumbre de cuánto más durará, mientras el joven, ajeno a lo que pasa a su alrededor, simplemente juega dejando ver sin pudor la sencillez de una sonrisa. Uno demuestra su gratitud con la vida cumpliendo su parte del trato, haciendo lo que se espera de él, cuidando de ese cuerpo que ha heredado para que este, a su vez, cuide del cerebro que coordina las órdenes que responden al mecanismo de cinética universal que es la vida. Los errores del pasado están revestidos de legitimidad por estar amparados en la inocencia; a los mayores no se les perdona no haber sacado provecho del daño causado por sus acciones, por la enajenación transitoria que supone la juventud. Los amigos y los enemigos se parecen, creemos que los primeros son mejores pero son los segundos los que nos hacen mejores. Para el que se sabe culpable los ataques recibidos en respuesta son un alivio. La concentración y la indiferencia conducen a la paciencia y esta al poder de la independencia. Los sentimientos son ineficiencias por los que se cuelan los deseos de otros para colonizarlo. Las drogas blandas, los venenos leves, tienen en común que pasan desapercibidos infiltrados en nosotros y para cuando nos damos cuenta, o bien los necesitamos, dependemos de ellos o, simplemente, cuando ya no les servimos nos matan. Si aguantas lo suficiente, lo normal es que te acostumbres. Esto implica que las señales de alarma se conviertan en paisaje. Cuando sabes lo próximo que viene y que no terminará contigo, se convierte en rutina. En las rutinas uno se entretiene hasta que ocurra lo inevitable. Lo inevitable, si implica un gran sufrimiento, dura poco, bien porque te habitúas o porque resulta insufrible y nadie vive lo que no puede soportar, es una ley de la naturaleza. A las puertas de la muerte las personas no sienten rubor en confesar confidencias de las que normalmente mantendrían secreto; algunos toman consciencia de ello con el uso de razón, son radical y descarnadamente sinceros. Criar un gato con la puerta abierta es una metáfora perfecta de las relaciones; según vaya dejando de ser un cachorro la dependencia del amo disminuirá y tarde o temprano la necesidad cesará, su vida seguirá otros intereses, los suyos, por escondidos que estos estén en modales u obligaciones; como los gatitos, los hijos, los seres queridos, el descanso a la vigilia y, posiblemente, la noche al día. La energía liberada que carece de un propósito de utilidad alimenta ese cajón de sastre que es la materia oscura, aquello de lo que no están hechas las reacciones que dejan un rastro de entropía, la luz que desde dentro se ve en un agujero negro. 

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